domingo, octubre 06, 2013

Una mancha en la carretera.

Esta tarde me encontraba conduciendo de camino a mi pueblo a ver a la familia. El día estaba despejado y había buena visibilidad; el día perfecto para salir a conducir.

Cuando estaba a unos 25km, casi ya en el tramo final del camino, tras una curva veo a un chico de mi edad o algo más joven en mitad de la carretera y haciendo aspavientos, indicándome que me detenga. Noto su agitación, algo no marcha bien. Mientras aminoro, lanzo la vista más adelante y allí, más adelante, veo un coche escorado en el carril y a su lado una moto tirada en el suelo. Varios motoristas están inclinados sobre lo que imagino es uno de ellos, accidentado. Junto al lugar donde me he detenido hay un apartadero con una tienda de suministros rurales, así que aparco el coche en una de las plazas. El chico que me ha dado el alto se sube en una moto junto al aparcamiento y vuelve al lugar del siniestro.

Estoy a unos 100m del accidente, al bajarme del coche oigo a lo lejos unos llantos desconsolados. Una mujer en el exterior de la tienda está mirando la escena. Me informa de lo que sabe: no ha sido una, sino dos motos las que se han salido del carril y han impactado contra el coche. Eran tres los motoristas: el primero se libró, el segundo se dio de lleno, el tercero tuvo un poco de margen y frenó pero también impactó, aunque menos grave. El que iba en cabeza, el que salió ileso, creo que era el chico que me indicó que frenase. En el coche iban una mujer y dos niños, por fortuna no les ocurrió nada.

Dos chicas que pararon después de mí resultaron ser enfermeras y fueron a auxiliar. Uno de los motoristas accidentados estaba sentado en la entrada de una incorporación justo al lado del lugar del siniestro. Se "libró" con una pierna rota. El otro yacía en el suelo, respiraba pero no respondía, le salía sangre de la boca. Lo mejor que se me ocurrió para ayudar fue ir hacia el otro lado, y hacer lo mismo que hizo el otro chico conmigo: indicar a los coches que se acercaban que aminorasen, para que la cosa no fuera a mayores. Cuando se formó una fila de coches lo bastante larga para que llegase a la última curva volví al frontal de la tienda.

Se aproximaron los niños, llevados hasta allí por un par de vecinas del pueblo, por lo visto los conocían, debían de ser de allí. Los dos estaban muy impresionados y lloraban. Al rato vino su abuela, que lloraba aún más que ellos.

La ambulancia llegó a los 10 minutos. Inmovilizaron al que estaba en peor estado y lo subieron. Entretanto, llegó la guardia civil y levantó acta de atestado. Abrieron de nuevo el paso, pero no había lugar a retirar el vehículo, así que pasamos entre el coche y la ambulancia. El coche tenía la parte izquierda del frontal y la puerta del conductor muy dañados, junto al vehículo en el suelo, los restos de una de las motos, completamente destrozada.

Cuando volví varias horas después conduciendo de vuelta a mi casa, reconocí el lugar del accidente y observé una cosa: sólo quedaba una mancha en la carretera, una mancha que podría haber sido cualquier otra cosa: una pequeña mancha de aceite de motor, un desafortunado animal que cruzó en el peor momento, una pequeña fuga en el contenedor de un camión cisterna. Pero no lo es: es una temeridad que salió demasiado cara, una vida perdida o arruinada para siempre; es una familia rota, es el recordatorio de que correr puede llevarte más deprisa, pero no necesariamente a donde tú querías llegar.